Camino a Pedernales, mi colega y hermano César Olivo solía decir que este o aquel pueblo tenía «tres calles y dos son repetidas», cuando quería alegar que era muy pequeño, burla sana con la que mataba el largo trayecto hacia el Sur y en otras muchas travesías periodísticas. Parafraseando, yo le subía los números y decía que tal o cual ciudad «tenía 7 calles y cinco avenidas».
Santiago tiene muchas más. Y el crecimiento urbano le hace brotar nuevas vías de tránsito donde antes pululaban yerba, aves, siembras y hasta ganado. No siempre vienen con su asfalto debajo del brazo, ni mucho menos con aceras y contenes.
En las nuevas y las de siempre, nos encontramos todos los santiagueros con los tapones por la prisa, porque el parque vehicular dominicano crece sin control y la inseguridad ciudadana no premia caminar a pie y poner en riesgo celulares, carteras o cualquier metal brillante colgado del cuello o la muñeca.
Mientras van naciendo nuevas, las viejas calles y avenidas mudan la piel cuando las fachadas de edificios comerciales asoman o se eleva una torre donde antes despuntaba una sencilla residencia. Los trazos victorianos y del siglo XX se van desdibujando mientras se hilan nuevas formas arquitectónicas propias de los últimos 20 años.
Algunas vías públicas, que antes no dormían, como Nueva York, se rinden al bajar el sol; otras que ni soñaban ni afanaban, les sale una musiquita por dentro de bares, restaurantes y cafés, las 24 horas, de lunes a domingo.