Tuve residencia profesional en el número 6 de la calle Del Sol. Entonces la mañana laboral empezaba antes de ponchar el carnet, con tres saludos en la calle: de voz al don que vendía pinturas en la esquina de Las Carreras y al cubano en la puerta de Kukara Macara; y una inclinación de cabeza a los taxistas de la Beller.
A veces dejaba mis notas periodísticas a medias para confirmar desde el parqueo de Listín Diario que el Monumento seguía en pie. Tantas veces la bulla me convocaba a ese mismo parqueo para ver pasar desfiles escolares, el del Patrón Santiago en julio, entre otras caminatas masivas que la pandemia se llevó.
Otras, acercarme a la Del Sol con San Luis para ver el fruto quincenal de mis 200 palabras por cada crónica social. Muchas tantas, ir de esquina en esquina, apreciando vitrinas que invitaban a estrenar un vestido o pisar con nuevas suelas.
La Altagracia tiene sus puertas siempre abiertas para cualquier consulta que no se resuelva con una caminata desde la avenida Francia hasta la Antonio Guzmán. El parqueador de El Pez Dorado te pasaba lista cuando no te había saludado en varios días.
Los chacras se alinean con una catibía en la Mella, con el sol a la espalda y la brisa que pasa frente al hotel despejando cualquier duda.
Ya no puedo contar las veces que me desvié por la esquina de la Benito Monción, cuando no era peatonal. Entonces las noches libres se morían en Barcelona (el bar, no la ciudad) o cosiendo versos en Casa de Arte.
Fueron años donde lo tenía todo en una acera u otra de la vía principal del Santiago histórico: para comer, rezar, pagar, vivir. Y todavía. Basta bajar la Del Sol en neutro y toda la ciudad se te ofrece de esquina en esquina.