Días como hoy, quisiera contar que Santiago sigue siendo linda, así cuando el sol se muere en la calle 30 de Marzo sobre la avenida Las Carreras y todos corren porque la noche va a caer de golpe, las oficinas cierran y, en un aula universitaria, algún profesor pasa lista porque la clase va a comenzar.
O tal vez decir que, justo a esas horas, empiezan a caer gotas sobre el pavimento, primero lento, con orden, luego con prisa y los giros del viento en las calles que van de este a oeste, mientras todos corren para resguardarse y evitar quedarse atascados en el centro histórico.
Y que ya la noche, aterrizada sobre todos los transeúntes, mientras sigue lloviendo, nos empuja a todos a decidir si el agua del cielo nos bendice o esperamos un poco más: a que escampe, un taxi ordinario o cualquiera convocado desde el teléfono.
Empiezas a caminar en las aceras rebosadas, miras a ambos lados al cruzar y sigues pensando que Santiago sigue siendo linda, con la luna en alto y a pesar de tapones. Con sus ciudadanos esperando en las esquinas y sonriendo a pesar del retraso involuntario.
Bordeas la zona monumental, iluminada y serena (porque es miércoles), y le sigues encontrando encanto a la urbe que el azar te dio como patria y que no cambiarías por un par de avenidas más amplias ni rascacielos.
Entonces, al día siguiente (la noche, en realidad), por azar estás en el quinto piso del Monumento hablando del Santiago que fue y el que es, y alguien sopla al viento mirando la cordillera: «Santiago sigue siendo linda».