Recuerdo cuando se sembraron los robles amarillos de la avenida Las Carreras. Definitivamente fue unos años antes de la pandemia (pero no me pidan el año que el covid-19 conspira contra mi memoria). Y confieso que, en ese entonces, me pareció muy mala idea llenar la vía de árboles que llegan casi a la altura de los cables eléctricos.
El tiempo, silencioso y sabio, me ha enseñado que el amarillo que florece cada primavera nos llena de alegría y, motivada por mi amiga Irene, espero ansiosa la primavera para cazar las imágenes de robles amarillos. Al bajar o subir Las Carreras, una se abstrae del tránsito pesado y los desvíos temporales gracias a la cadena de robles que marca el centro de la avenida: va adivinando cuando van a empezar a florecer, se alegra de encontrar los que amarillean temprano y celebra si alguno completa toda la floración esperada.
Además de asechar a los que marcan la avenida citada, abro bien los ojos en otras vías y en otras ciudades. Ya tengo ubicados al par que abren en el verde campus que la UCATECI preserva en La Vega. Nos hemos pasado abril 2023 llenando nuestras redes de estas flores que nacen, crecen y mueren en pocos días, pero cuya dicha perdura en la memoria todo el año.
Porque de robles yo sabía, sobre todo aquel ejemplar de tío José, que perduraba junto al mango y el almendro que aún presiden el patio de mi abuela Crucita (Emelinda Rodríguez para fines legales). Pero ese roble era verde de enero a diciembre, nunca conoció la dicha de pintar de amarillo la grama a sus pies.
Quiero, en algún momento de esta vida santiaguera, sembrar un roble amarillo que me aporte sombra doce meses al año y amarillo florido un par de semanas al inicio de la primavera: mirar el cielo desde debajo de su filtro de luz.