El asunto con las tradiciones es que, quien las inicia, nunca sabe que ha creado una obra grande. Albertina Torres jamás sospechó que su devoción por San Antonio trascendería los límites de familia y convocaría a miles de personas a celebrar al santo de Padua 120 años después. 

Yo nunca estuve segura de si iba a llegar esta vez al patio de los Guillén, aunque había apartado mi cupo el viernes en la excursión del Centro León. Cuatro alarmas, cinco tazas de café y 180 kilómetros después, mi cuerpo vacilante cumplía la promesa hecha en esta crónica el año pasado. Tal vez madrugué por obra y gracia del santo, a quien se le atribuye ser uno de los más milagrosos del mundo. 

Este domingo 9 de junio todo se veía más verde de lo que recordaba, todo se sentía más vivo de lo que siempre fue. Jesús Antonio esperó a su hermano Manuel Antonio que viniera de la iglesia de Yamasá para juntar al San Antonio negro con el blanco, para darse ese abrazo que simboliza la continuidad de esta costumbre centenaria, pero también un compromiso que cumplen con alegría y responsabilidad.  

La ceremonia sucede por encima de los fotógrafos de cámara y celular, los incrédulos que solo van a fiestar y los muy devotos que guardan la postura de reverencia y recorren con ellos todos los rincones del patio, danzando, cantando y rezando.  

Porque las tradiciones se alimentan de la comunidad, la convocatoria de este 2024 incluye devotos de otras tradiciones, como la Cofradía de los Congos del Espíritu Santo de Villa Mella, y los siempre presentes Comisarios del Santo Cristo de Bayaguana, cuyas cruces de colores delante y detrás de la casa de los Guillén marcan espacios para recordar el misterio de la cruz cristiana.  

La tarde cae pesadamente; el calor no desanima a nadie, más bien siguen llegando más mientras todo sucede al mismo tiempo: se baila, se come, se bebe, se ora, pero todos juntos. Reflejo tal vez de lo que somos como dominicanos, que no podemos hacer nada solos, porque la vocación de estar juntos es más fuerte que la soledad.