Todo empezó mucho antes. Primero cayó la convocatoria de Esteban Rosario a su patio con la promesa de un locrio que pagaríamos con poesía. Éramos pocos los llamados y escogidos a ese domingo de noviembre que la lluvia había aligerado en temperatura. Ramón Gil, Johanna Díaz, Enegildo Peña, Carlos Núñez, Ingrid Molly y quien escribe servimos los versos. Miguel Ángel Cid y Tato sirvieron la mesa. Andrés Acevedo y Edito Díaz Vidal fueron testigos: no hubo locrio, pero comimos; la noche se derrumbó en vasos, risas y la promesa de volver a coincidir.
Una de las coincidencias prometidas era la visita guiada de la exposición de Gina Rodríguez el viernes siguiente. Las obras de la santiaguera cuelgan en el Palacio Consistorial para convencernos de que la artista sigue creyendo y creando, más jovial que nunca, más entusiasta que adolescente enamorada. Tanto en el primer como el segundo nivel del edificio legendario, «Invisible» (como se llama la muestra individual) no hay nada. Hay mucho que ver, mucho que sentir, todo por pensar.
«Que no hay encuentros ni despedidas ni pasado ni futuro. Solo este momento», nos dijo la maestra justo antes de subir las escaleras y escuchar la sirena de los Bomberos anunciando las seis de la tarde en esta urbe monumental.

Ya era martes cuando nos embarcamos, contra el refrán, a presentar uno de los recientes libros de Luis Reynaldo Pérez en los recintos siempre abiertos de Atabeyra Bohemia en la calle Benito Monción, con la complicidad de Alfredo.
«Me crece tu nombre como un fruto de agua» fue la excusa de Pérez para volver a Santiago, ciudad que lo toma de la mano y él se deja. Allí volvimos a coincidir algunos poetas, periodistas y otros amantes de la poesía en la primera semana de diciembre, cuando ya otros toman el camino de la celebración navideña, el derroche de salarios 13 y lo que el fin de año hace en los humanos occidentales.

Como dije aquella noche cimarrona, «El primer verso del libro confirma que estos versos estarán pasados por mucha agua: “Bajo el aguacero escribo tu nombre”. No sabemos si llueve adentro y escampa afuera para el autor, que navega con su imaginario de la mujer cuyo nombre se oculta en todas las pequeñas estampas que va dejando…».
Al final nos queda la poesía, en palabras o trazos de pintura, en los ojos o en la piel. De Ana Gabriel, hablamos otro día.