Corría el segundo semestre de tercero de bachillerato. María Vargas había decidido asignar una lectura para dos semanas o menos. El libro era nuevo, acabado de salir. En La Sirena de la calle Del Sol esquina España encontré una tercera edición de Alfaguara. «La fiesta del chivo», decía la portada, y lo firmaba Mario Vargas Llosa. Era la primera vez que un papel recién impreso encontraba puesto en el pequeño librero de viejas ediciones que Tata conservaba en la casa.
Hasta ese día, Trujillo era el personaje de los libros de historia que el profe Daniel impartía, el cuco más grande que Balaguer, el general de las fotografías, la mano dura y las armas llenas de sangre, 31 años de hierro sobre el yugo del pueblo. Porque mientras pasaban las páginas, el miedo fue mayor. Porque Urania era una niña, como yo, porque el terror podía tener formas cercanas.
Después, pasaron los años, la UASD, la vida laboral, las arenas del tiempo en su eterno cristal rodante. El ejemplar, nunca firmado, se perdió prestado o en la mudanza de patio. Aparecieron otros libros del peruano que me gustaron más. Pero entonces descubrí que el chivo, muerto, muerto, no está. Queda algo de su espíritu, como un horrocrux, en cada humano que se cree superior por color o clase, en cada hombre que considera suyo el destino de cualquier mujer, en cada vez que osamos mencionar su nombre como sinónimo de carácter y decisión, cuando pedimos la violencia de Estado como estrategia para controlar la otra violencia.
Tal vez hayan pasado 64 años desde aquel 30 de mayo en que las estructuras palaciegas dictatoriales hayan empezado su camino a la desgracia, pero todavía nos debemos otro 30 de mayo en lo que pensamos y sentimos, en cómo continuamos siendo libres, soberanos e independientes, bajo la bandera de los cuartos rojos y azules atravesados por la cruz blanca.