Para mi yo noventero, el apellido tenía un marcado tinte político, morado intenso. Una figura lejana que tenía voz en el televisor y voto en el Congreso Nacional. Entonces llegó el 2000, el Y2K fue apenas un suspiro virtual y mi yo estudiante de periodismo conoció los peldaños que conducían hasta la oficina de un abogado y sus socios, el mismo que daba las buenas tardes, sonreía genuinamente. Julián Serulle apenas pedía que le dejaran un trillo para transitar y nos dejaba ocupar la escalinata bajo sol y sombra, durante el día, la noche y hasta la madrugada, si hacía falta amanecer para inscribirse en el CURSA-UASD.
Para los estudiantes que tomamos docencia en los edificios del centro histórico de Santiago (el antiguo Palacio de Justicia, la escuela experimental Ercilia Pepín, por citar algunos), la escalera de Serulle era punto de encuentro, salón de recreación, patio a cielo abierto, centro de convenciones, escenario, mirador privilegiado de la calle 16 de Agosto… Prácticamente veíamos la vida pasar al borde de Los Pepines, con jugo de piña en vaso foam; cosíamos allí las piezas de lo que somos hoy.
Luego, la misma universidad nos llevó a las instalaciones del nuevo recinto en las afueras de la ciudad y el título universitario nos movió a todos, a todas, a distintas plazas laborales en las que ahora nos cruzamos con el abogado y hasta con los aprendices que éramos todos.
Hace 19 años, las clases del verano uasdiano me hicieron coincidir en esa escalera con gente cuyo valor trasciende mucho más ahora, de la que todavía resuenan en mí consejos no pedidos, frases para entrecomillar en las redes sociales, sabiduría que la vida pone a golpe y caricia de experiencias.
Y entre ellas, está la hermana Aldonsa. Cada reencuentro ha sido una celebración del cariño genuino, de las vivencias compartidas. En estos días, más que nunca, vuelve a mi memoria su figura menuda, ágil y dispuesta a hacerle frente a la vida con todo. Y aunque parezca más difícil hoy que ayer, confío y espero en que la Sosa sabrá volver.