Desde el Ibis Itagüí se pueden ver las luces de Medellín. Para este avistamiento, tuve que esperar la caída de la noche de ese viernes. Yo que había aterrizado en Rionegro en la mañana y, luego de un típico desayuno con milo caliente, recorrí los primeros kilómetros de esta ciudad intramontana en América del Sur.
Los días se fueron en otras distracciones que me hicieron caer en amor con la urbe primaveral, que no renuncia a su verde en plenas avenidas centrales y te induce a conocerla incluso en la nomenclatura de su metro (la estación exposiciones está ubicada cercana a los museos). Bastó un heladito en lo alto del Cerro de Nutibara mientras recorres las calles inventadas del Pueblito Paisa, para ir queriendo conocer más de la capital de Antioquia.
El viaje da para los clichés que, luego de vivirlos, te dan una sorpresita. Como cantar cumpleaños feliz desde la mesa de al lado a Catherine Siachoque en Andrés Carnes de Res Medellín o recorrer la ciudad en la chiva festiva, saludando a desconocidos que apenas han terminado su jornada laboral y se dedican en cuerpo (y presumimos también alma) al viernes social.
Confieso que no sentí la necesidad de subir a la piedra. Yo ya conquisté mi montaña, el Diego de Ocampo que señorea en mi Santiago, y no necesito demostrar proezas atléticas. Mientras mis compañeros de travesía le daban a pierna en 700 escalones de ida y 700 de vuelta, yo hice un poco de brazo, Gran Colombia Negra en mano y unas cuantas fotos al embalse de Guatapé, cuyas aguas represadas dan luz a cinco países y vistas fabulosas a las mansiones de Maluma, James o las ruinas de Pablo Escobar.
Mi único lamento colombiano fue ganado por los escasos minutos en el pueblo paisa de Guatapé, con sus zócalos coloridos y tantas terrazas donde reflexionar al estilo Atabeyra mientras el sol se derrumba en el horizonte y saboreas algo cercano a que la felicidad, como decía Xavier Velasco, “consiste en no querer moverse de donde uno está”.
A estas horas del sábado del primer finde largo dominicano en 2024, ya has recorrido tres veces los ocho kilómetros del túnel Santa Elena (o del Oriente), mientras en tu ventana del piso siete se despliegan las luces de Medellín y otros descubrimientos te esperan en Provenza.