Julio, el mes, se escribe con minúsculas (menos en esta oración que abre), pero se vive en grande. Mientras el mundo virtual se ahoga en imágenes que recrean al señor Iglesias español en múltiples escenas (para los Gen Z Julio es un meme, para mi papá era un cantante), Estados Unidos se iba en celebraciones por el 4th of July. De camino a casa una tarde, el Uber de turno me reveló con qué se podía comparar la fascinación gringa con su independencia en idioma dominicano: “esas son sus patronales”.
Nada urge más que ir a unas patronales de pueblo. Que se lo digan a Orfis Arnó, quien una tarde de domingo pretendía cruzar de Constanza a Restauración porque sus amigos le animaban con promesas de buen ambiente. Es una comezón emocional que se nutre del pasado, la niñez, el reencuentro con la gente que uno quiere: compartir espacio y tiempo siempre sabe a felicidad.
No importa si se repiten los mismos cuentos, el mismo menú de sabores compartidos y hasta los mismos errores de logística grupal. Las patronales te sacuden la rutina diaria, te recuerdan que hay un santo que sirve para pedir algo, desempolvan un artista que cuya discografía te remueve los pasos permitidos y los prohibidos.
A veces, incluso, viene bien un cambio de perspectiva. He pasado de esquivar el centro de Santiago las tardes del 25 de julio y sus tapones por el desfile ecuestre a buscar la agenda de misas y actividades posteriores. Igual volví al novenario de Santa Ana, una tradición en Las Palomas que trasciende el siglo, por la que muchos pelearon para que se mantuviera. Ya no se venden los chulitos de yuca a la salida, pero los fuegos artificiales siguen surcando el cielo y estremeciendo los corazones y la fe.
A julio le queda poco (seguro ya hay mil memes con esta frase). Pero nos queda siempre la música, un abrazo y la ilusión del próximo año.